Ciudad de México. La gente estaba muy enojada, que ni qué. Pero no deja de extrañar que una marcha de derecha explícita y desafiante, portando imágenes guadalupanas y banderines blancos, diera el impulso y el contexto para atacar –con petardos, cohetones, pedradas y bombas de humo– a la Catedral Metropolitana que, igual que todo en el perímetro de la Plaza de la Constitución, se encontraba resguardada por una alta muralla de hierro, elocuente de por sí.
Lo más llamativo fue que los mismos manifestantes que gritaban “queremos paz” celebraran el violento acoso al templo católico y al Palacio Nacional.
En la plaza todo era insultos. Se dirá que así son las protestas políticas, aunque el tono aquí era bastante personal, manifestando odio visceral a la Presidenta con fantasías de vejación.
“Que la saquen y la encueren” gritaba un hombre junto a su señora. “Allá adentro les tiemblan las chichis”, vociferaba otro caballero, de camisa blanca y sombrero de ranchero (o sea de patrón). Con poca sororidad, unas señoras se burlaban procazmente de la flacura presidencial.
Los sombreros se vendían a 150 pesos en un tendido a media plancha. El comerciante hizo su agosto. Por televisión se insistía que había niños y familias, pero la verdad vi bien pocos menores de edad. Por fortuna. Había mucha hostilidad en el ambiente.
Con llamados a la “unidad” contra el “pinche narcogobierno”, miles de manifestantes, unos de blanco y otros de puro negro (como que no se pusieron de acuerdo en el color), marcharon desde el Ángel de la Independencia hasta el Zócalo. El convocante principal sugirió días antes desde su televisora tomar el Palacio Nacional “como en Nepal” (donde fue incendiado el palacio de gobierno). Varios grupos de jóvenes, digamos que unas decenas, le quisieron tomar la palabra dejándose ir contra las vallas en cuanto la plaza se fue llenando de manifestantes.
Se gritaban consignas contra “los partidos”. Algunas cartulinas igualaban al Prian, a Morena y al MC. Como suele suceder en estas marchas, no parecían pertenecer a organizaciones de base. Si le tuerce uno el brazo al sociólogo, se puede destacar un contenido de clase, de media para arriba, que se asume como “el pueblo” que el gobierno “se niega a escuchar”.
Sucesivos grupos bien organizados de encapuchados realizaron ataques a las vallas del Palacio Nacional. Con martillos y marros rompían adoquines para lanzarlos sobre y contra las vallas. Arrancaron pesadas coladeras para lo mismo. Los petardos, algunos muy atronadores, hicieron huir a los asustados, pero la gente en la plaza vitoreaba a cada embate.
La policía, aún oculta detrás de la muralla, comenzó a responder a los petardos con las mismas piedras y con gases. El polvorín que armaron los manifestantes en la esquina sur del Palacio levantó harto humo. Pude ver en una pantalla un noticiero que acusaba “represión y provocación a la generación Z” desde antes que la policía saliera para repeler con escudos y toletes a los atacantes, y eventualmente desalojar la plancha.
A la gente le dio mucho gusto cuando, después de casi una hora de asedio, los muchachos lograron arrancar un par de bloques de hierro. En otro punto engancharon una cadena y se juntaron decenas a jalar, sin éxito. A pocos pasos, los manifestantes pacíficos observaban, retrataban y aplaudían, mientras acusaban de “cobarde” al gobierno “por no salir”.
La generación Z se vio rebasada en número por sus mayores, pero padres, abuelos y tíos les dedicaron la marcha como para darles ánimos. “Opresor”, “asesino” y otros adjetivos eran acompañados en Cinco de Mayo por las nostálgicas baladas de Molotov, bien chido. Se superpusieron banderas nacionales y la calaca con sombrero del anime One Piece en manos de adultos que es poco probable que conozcan la épica historieta de Monkey D. Luffy.
“Claudia es peor que Trump”, juraba a gritos una anciana. Un señor de edad enarbolaba una gran bandera de la Hispanidad, añorando “a Vasconcelos, que sí era humanista” y asegurando que “éstos son peores que el judío Calles, que prohibió la religión”. Una chica al borde de las lágrimas, con más palabras que ideas denunció “la falta de libertad de expresión” ante las cámaras de un canal de televisión comercial. Así de raro todo.